Para algunas mujeres, sanar llegó de manera inesperada: en la concentración que exige una mezcla, en la paciencia de la pintura o inyección, en la seguridad que da hacer algo con las propias manos. La gelatina les ofreció una terapia hecha de constancia y pequeños logros; una rutina capaz de dar estructura a sus días y sentido a sus esfuerzos.
Yuriko Hernández lo entendió hace años, cuando descubrió que la disciplina podía ser una tabla de salvación. Después de dos décadas dedicadas a las gelatinas, recuerda que hubo días en los que todo alrededor parecía moverse, menos ella. “La disciplina fue lo único que me mantuvo firme cuando todo lo demás se movía”, dice. Para Yuriko, cada mezcla era una forma de sostenerse, de recuperar el pulso interno que por momentos sentía que la vida le había arrebatado.
Consuelo López coincide, aunque su camino fue distinto, en la búsqueda de esa transparencia perfecta —la que solo se logra con paciencia absoluta. Encontró un tipo de concentración que no había sentido antes. Habla de esos procesos largos, de esperar el punto exacto de gelificación, como si fueran meditaciones involuntarias: “Hacer gelatinas transparentes exige paciencia… pero ese nivel de atención me salvó en días muy duros”. El perfeccionismo, que a veces puede ser agotador, se convirtió para ella en una forma de sostenerse.
La constancia también les devolvió algo esencial: la autoestima. Karla Martínez lo dice sin adornos: “Cada vez que una gelatina me salía bien, sentía que yo también podía mejorar”. Ese reconocimiento propio era casi imperceptible al inicio, pero con el tiempo se volvió una afirmación diaria. Hacer gelatinas, para Karla, no era solo crear algo bonito: era comprobar que aún podía confiar en sí misma.
Anni Carvar también encontró en la repetición una especie de brújula. Después de un giro inesperado en su vida profesional, aprendió a reconstruirse a través del oficio. “Me equivoqué mil veces, pero ahí entendí que insistir también es una decisión de amor propio”, recuerda. Las fallas no la desanimaron; por el contrario, se volvieron parte de un camino que hoy reconoce como propio.
Ese mismo sentido de propósito surgió para Isela Romero cuando decidió retomar una tradición que venía de su familia. Lo que empezó como un gesto afectivo terminó dándole dirección en un momento incierto. “Es algo que heredé, pero también lo transformé. Me dio rumbo cuando más lo necesitaba”, dice. Cada gelatina se convirtió en un puente entre lo que venía antes y lo que ella misma estaba construyendo.
Para Doris Corona, el sentido apareció en el hacer. No en los grandes logros, sino en lo cotidiano: en el simple acto de preparar, esperar, desmoldar. Lo resume en una frase que carga una verdad enorme: “Tratar y ver que sirve de terapia… eso me ayudó a seguir”. Para ella, la repetición fue un modo de moverse cuando las emociones se quedaban quietas.
Todas coinciden en algo: la técnica también cura. La consistencia perfecta, la textura, el corte limpio, el brillo en los colores… son más que detalles estéticos. Son pruebas de que pueden lograr algo con sus propias manos. Consuelo lo siente así: “Cuando logro ese brillo, siento paz”. Y Yuriko, que al principio no sabía ponerle nombre a lo que sentía, lo expresa con honestidad: “No sé si es terapia… pero me dio estabilidad. Me dio a mí misma”.
En cada una, la gelatina hizo un trabajo silencioso: organizó días, ordenó pensamientos, devolvió seguridad. No solo fue un oficio; ha sido una manera de volver al centro; de recordar, entre pasos precisos y tiempos exactos. Que a veces sanar llega en capas, como una gelatina: paso a paso, tiempo a tiempo, hasta cuajar por dentro.





